El sultán vivía en un hermoso palacio, algunos lo llamaban “harén”, -nombre que designa al mismo tiempo al conjunto de mujeres hermosas que rodeaban a un personaje importante, así como el lugar en el que éstas residían-.
El lujo y la buena vida distinguían su dormitorio, lleno de alfombras persas, jarras de oro, perlas, perfumes, flores y sahumerios.
Allí, en medio del fastuoso colorido se situaba un importante almohadón de seda bordado con hilos de oro y plata. Él siempre lo miraba con cariño, pues lo había heredado de su abuelo.
El sultán pasaba días sin salir del dormitorio; muchas cosas mágicas sucedían.
Sabía que posando su cabeza en ese hermoso almohadón, soñaría con su princesa Justine.
Sus pensamientos volaban como entre sueños. Así acurrucado, obsesionado con aquella bella joven que iluminaba su alma.
Justine, era su sueño y su desvelo.
El sultán tuvo que partir para realizar un largo viaje.
Al llegar fatigado por el trajín del su paseo, ingresó a su dormitorio para poder descansar.
Abrió la puerta y su sorpresa fue tan grande, que cayó desmayado sobre las alfombras.
Vio el almohadón roído y deshilachado por el tiempo; había sido destruido.
El pobre casi enloqueció, nadie sabía el motivo. Todo allí se vistió de tristeza, y silencio.
Nadie sabía que aquel regalo que había recibido de su abuelo: ese almohadón bordado con finos cabellos de oro y plata, anidaba el espíritu de la bella princesa… y el sultán nunca más pudo volver a soñar con ella.
Tuvo otros almohadones, tuvo otros sueños, pero ya nada fue igual para él.
Enfermó de tristeza y al poco tiempo encontró la muerte.
Aquel almohadón bordado lo estaba esperando posado en una pequeña y blanca nube que en el cielo flotaba.
Y allí lejos de toda riqueza, y vida mundana, el sueño se hizo realidad.
Justine y él serían felices en ese espacio llamado: “el país de los sueños eternos”.
NORMA PADRA