Seriamente documentada excursión investigativa *
Libro premiado con la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores.
ESPECIALISTA TUCUMANA. Honoria Zelaya de Nader saca a la luz claves reveladoras sobre los aportes de los que se nutre la obra de Jorge Luis Borges
La lapidaria y desalentadora frase de La Rochefoucauld: “Ya todo está dicho y hemos llegado demasiado tarde”, es mentirosa. El libro que el lector tiene en sus manos es un paladina demostración de lo errado de aquella desaforada -dijera don Jorge Luis- afirmación. No estaba ni estará todo dicho sobre Borges y su obra. La originalidad del presente trabajo radica en que la autora ha encontrado una puerta original de acceso, no solo a la ciudad borgesiana, sino a la ciudadela borgesiana, es decir, a la médula creativa de este hacedor, lo que Dante llama “la segretta camera dilcuore”.
Y así como la literatura infantil ha padecido “invisibilidad” para los estudiosos críticos durante mucho tiempo, la presencia cordial y sostenida de la literatura infantil y juvenil en la matriz creativa de Borges ha sufrido hasta hoy una invisibilidad semejante.
La sensata y gradual exploración –libre de toda jerga crítica, lo que agradecemos- que la doctora Honoria Zelaya de Nader realiza en su trabajo a través de las obras completas del autor, de prólogos, de entrevistas, de exposiciones orales, va sacando a la luz claves realmente reveladoras de que el nutriente básico imaginativo que alimentó toda la obra borgesiana, se apoya en un conjunto de lecturas que cursó cuando niño y adolescente, en “la casa en que me fueron reveladas esas ficciones (…) Nunca he salido de esa biblioteca y de ese jardín. Qué he hecho y qué haré sino tejer y destejer imaginaciones derivadas de aquellas”.
Cuando la autora ordena, en un revelador inventario, la iterada presencia de Stevenson, Swift, Kipling, Twain, Wells, Carroll, de Cervantes-plexo nodal de sus lecturas primeras-, a lo largo de toda la producción de Borges, sorprende cómo no se lo haya considerado antes en un trabajo especializado como este lo ha hecho.
Todo se fue sumando en la experiencia infantil: la motivación a la precoz lectura de obras que nutrieron su infancia, aporte firme de su padre, que le franqueó su biblioteca; los relatos orales de su abuela Fanny, y su entusiasmo por la literatura inglesa; el “apropiamiento” que el niño y el adolescente fueron haciendo de obras que no estaban destinadas a su edad, pero en las que habitó y se apuebló como en casa propia; su iniciación infantil como traductor de un cuento de Oscar Wilde, y, cuando ya reconocido autor de ficciones y ensayos, traductor de cuentos infantiles de Kipling; el haber vivido vicariamente las aventuras de los personajes de las ficciones (“Yo quería ser el hombre invisible”, o sentirse atropellado junto al bucanero ciego, o perdido en la vastedad del río, imagen del tiempo, como Huck…); la recurrencia de los motivos: la posibilidad de que el genio salga imprevistamente del cántaro, los espejos infinitos quitándole el sueño, la inquisición por la hendija del grabado para ver al Minotauro en su laberinto: la imagen del viajero del tiempo con su flor testimonial; el escritor que sueña un hidalgo y el hidalgo que sueña un caballero, y, prima inter pares, esa ubicua red de redes narrativas de Las mil Noches y una Noches.
Celebramos la acertada, feliz y seriamente documentada excursión investigativa que la autora nos propone y en la nos va guiando y poniendo en relieve ese soterrado cauce de libros infantiles que le dieron sustento a la obra de nuestro mayor escritor:“El niño más relevante quizás en toda la literatura argentina”. Y el agudo señalamiento que la autora subraya: es un niño el que descubre en el sótano el aleph, y dice: “Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez…” Esta frase abre todo un mundo y justifica esta tesis, que celebramos.
Pedro Luis Barcia