por Valeria Badano
Pensar en la literatura infantil me obliga a revisar ciertos cuestionamientos estéticos y poéticos en torno de la literatura como hecho artístico regido por un canon variable según las épocas; de mi papel como lectora y de mi rol de escritora.
Estos cuestionamientos devienen en preguntas tan universales como ¿qué es la literatura? o ¿cuál es su función en relación con los niños? O interrogaciones que se constituyen en veladas dudas propias como ¿Cómo es un lector que transita la infancia? ¿Qué lee un niño? ¿Cómo lee? ¿Qué quiere leer? Y, por último, ¿Cómo quiero escribir yo para un público infantil? ¿Qué quiero decir para él?
Estas preguntas no satisfacen mis vacilaciones ni agotan las estrategias institucionales que esgrimen escuelas, editoriales, planes de clase, talleres, bibliotecas, etc. Por eso, a la hora de pensar la cuestión intento entender la manera de percibir el mundo de esos lectores que son los niños y para ello acudo a distintos escritores que, desde diferentes perspectivas, han entrevisto la infancia como una situación compleja y atrapante. Y desde ese lugar han tratado de dilucidar la relación existente entre infancia y literatura proyectándose más allá de una funcionalidad pedagógica. […].
El principio constructivo del discurso posibilita hacer visible lo invisible y al hacerlo pone en primer plano el lenguaje del tropo, en el que se inscribe la metáfora como el recurso fundamental para ‘mostrar’ el modo en que actúa la referencia aun sin ser enunciada. Ya que la metáfora expresa una definición sin decirla. Por ella se entiende que “esto es aquello”. Es desde esa intención ostensible de indicar la igualdad entre dos términos como queda señalada la posibilidad de instrucción y el estímulo para la búsqueda textual. La metáfora no es una palabra ‘rara’ que se encarga de producir resquebrajaduras en el nivel léxico; la metáfora es más que el desplazamiento de sentido a nivel de la palabra. La metáfora es el “instrumento privilegiado de la promoción de sentido” (Ricoeur 65) que necesariamente se manifiesta en todo el discurso. Está al servicio del ‘decir’. Por ello, la presencia de la metáfora como figura de la invención hace que el lenguaje sea resignificado por lo que no dice, por lo que oculta o por lo que pronuncia mágicamente. La metáfora puede ser leída como la manifestación discursiva de la tensión poética. […]
Así, la infancia se percibe como una realidad pura tensión que implica cierta imposibilidad de ser ‘narrada’, es decir, ordenada bajo una forma lingüística y ‘atrapada’ temporalmente, en tanto que el tiempo es la dimensión del relato. Por ello, el relato de la infancia legitima una narración que contempla lo que la infancia tiene de fugaz, escurridiza y mágica en su percepción. La infancia definida estéticamente plantea una situación de percepción determinada por el tiempo presente que “genera un mundo que ‘no contiene otra cosa que a sí mismo’” (Lyotard 21)…
Escribir para chicos promueve una reflexión a propósito de cuestiones discursivas y textuales. Revisar algunas prácticas del discurso posibilita reencontrar y resignificar estrategias y recursos tales como la metáfora, el uso de tropos en la construcción de un lenguaje indirecto que alcanza una performance verbal en un tipo textual donde también tambalean las nociones de lógica narrativa ya que ésta es un reflejo de los signos que la constituyen.
Escribir para chicos posibilita redefinir estéticamente al mundo, por eso cuando escribo no quiero traicionar a la nena que me dicta su visión de mundo pero tampoco quiero desoír, desaprovechar, la riqueza de las palabras que quieren salir a jugar a la ronda con esos chicos, los lectores. Y porque como adulta intento resguardar ese tiempo-espacio que es otro y que está lleno de signos ‘deconstruidos’, le doy voz a la nena que guardo.
Escribir para chicos supone reconocer las tensiones entre estética y poética; sostener las tensiones latentes en los signos que constituyen la narración o ‘relato’ de ese mundo previsto entre el muthus y el logos, entre la lexis y la phoné; alimentar las tensiones fundadoras del deseo y el goce. Y en esa defensa de las tensiones, rescatar al sujeto enunciador para que, como explica Arendt a propósito de su escritura, siempre haya un sobreviviente para contar la historia (77) Y esa sobreviviente es la niña que soy mientras escribo para chicos… (11-15)
La literatura infantil, tal vez por su estrecha vinculación con la escuela, parece haber heredado dos de las funciones ancestrales de la literatura tradicional: la transmisión y la educación. La transmisión aseguraba –y asegura todavía- la reproducción de conductas esperables en la sociedad: repetición de roles, cristalización de ideas, legibilidad de símbolos. La educación se revelaba, entonces, como el canal más puro para la implantación de una moral social y comunitaria que aseguraba la repetición de roles, la cristalización de ideas y la legibilidad de símbolos. Roles, ideas y símbolos que eran enseñados –e instalados por la fuerza de la reiteración- por medio de la palabra literaria que, por supuesto, debía ser correcta, bella, pura, limpia, ‘adulta’, ‘legítima’, ‘ajena’.
La escritura para chicos, sin embargo, implica, en primer lugar, pensar en la escritura misma como producción de sentidos, como engendradora de significaciones y, generadora de representaciones –símbolos- sociales, sexuales, morales, etc. flexibles, cambiantes. Pero a la vez, la escritura para chicos obliga a pensar en ellos, en los lectores a los que va dirigida y en el mundo que esos lectores perciben. Para poder nombrar ese mundo es necesario una palabra que sea lúdica y que por eso, a veces, que esté maltrecha y un poco sucia.
A partir del reconocimiento de la infancia como una etapa de la vida del individuo y de la sociedad, los relatos destinados para el público infantil prosperaron: se realizaron adaptaciones de los relatos tradicionales; muchas veces se suavizaron transformándolos en versiones edulcoradas y pobres y otras, la mayoría, replegándolos hacia el didactismo. La recopilación y reescritura de los relatos tradicionales de Hans C. Andersen, de los hermanos Jacobo y Guillermo Grimm, de C. Perrault, por ejemplo, significa la instalación de las formas literarias y de los tópicos preferidos para la infancia.
En la Argentina, hay una vasta tradición de escritura para niños que se desarrolla en colecciones especiales dentro de las editoriales, revistas, diarios[1] libros de autores nacionales y editoriales abocadas al tema. María Elena Walsh, Gustavo Roldán, Laura Devetach, Javier Villafañe, Graciela Cabal, Hugo Midón, Graciela Montes, Elsa Bornemann, Franco Vaccarini[2] entre otros muchos y a quienes se les suma la serie de ilustradores -que no solo complementan los relatos con sus dibujos sino que con ellos cuentan sus propias historias- permite observar la amplitud de expresiones que pretenden dar cuenta del mundo de los niños desde una perspectiva particular.[3]
Las críticas feministas han considerado que durante mucho tiempo, las escritoras se vieron obligadas a escribir desde un lugar que no le era propio, así, la palabra de la mujer se hacía legible a partir del ‘robo’ de la palabra masculina porque “…la mujer ha hablado ‘robando’ el género e intentando de ese modo, representarse a sí misma y no seguir siendo una mera representación del hombre…” (Smith 94). Sin embargo, es en esta acción –la de la ‘violencia’ del robo- que las escritoras van constituyendo su universo discursivo, propio y particular, porque “…al robar palabras del lenguaje, la mujer se conoce y se nombra, apropiándose del poder de autocreación que la cultura patriarcal ha depositado históricamente en las plumas de los hombres. Al hacerlo, cuestiona el derecho de paternidad: la autoridad adánica de la cultura de crear a la mujer y de nombrarla luego según las ficciones del discurso patriarcal… (Smith 95)
El poder patriarcal justificado por la supuesta incapacidad para simbolizar y la coercitiva obligación al silencio (‘callar y obedecer’) de las mujeres hacen que éstas resulten infantilizadas. Así, lo femenino y la infancia son consideradas como identidades y situaciones desventajosas, desjerarquizadas. ‘In-fala’: sin capacidad para hablar, impotentes de la palabra… (27-29)
Del libro Escribir para chicos. La infancia y las escritoras. Una aproximación a las poéticas de tres autoras argentinas. Valeria Badano. Nueva Generación (2011)
[1] María Granata comienza escribiendo sus relatos para chicos en el diario El Mundo.
[2]Solo menciono a unos pocos autores que han trabajado o trabajan todos los géneros: poesía, canción, narrativa, teatro, títeres; y diversos tipos textuales: literatura ‘realista’, fantástica, de terror, de amor. Autores que, además, han trabajado en adaptaciones para chicos de textos clásicos.
[3] Muchos de ellos nucleados en A.L.I.J.A. –la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina- que reúne, edita y difunde la literatura escrita para chicos y confiere visibilidad a quienes trabajan en literatura infantil.