Bestiarito

A mi papá 

Nos encanta jugar en el patio, a mi papá y a mí, digo. Dar vueltas carnero y recostarnos en el pasto como si fuera una alfombrita…o mejor, un colchón suave y esponjoso. 
A mi papá y a mí también nos gusta mirar el cielo, pero no desde la ventana, no. Nos gusta zambullirnos en la noche y que el aire nos abra los ojos como las hojas de un libro para ver todo. Para verlo mejor todo. 
A mí también me gusta escuchar a mi papá contándome todo lo que sabe de todo eso que está allí afuera. Y a mi papá le gusta contarme cosas. Sobre todo de cuando él era chico. Hay tres cosas que a mi papá le gustan. Le gustan los seres chiquitos porque dicen que son mágicos y misteriosos. Le gustan las historias del pasado porque son mágicas y misteriosas y le gustan los cuentos que también están llenos de magia y misterios. Y como a mí me quiere un montón, esas cosas que le gustan las comparte conmigo. 
Cuando me cuenta las historias del pasado, mi papá habla y habla de él y de cómo jugaba, cómo se divertía (y a veces, peleaba) con sus hermanos y vecinos. Y mientras habla, los ojos se le ponen brillosos. Yo pienso que son lágrimas pero él me dice que son los recuerdos que brillan así para que los veamos bien. Requetebién. 
Las historias de cuando mi papá era chico, hace que el pasado vuelva cada vez. Cada recuerdo tiene forma de cuento, y a mí eso me gusta. 
Un día me contó que hace mucho pero mucho tiempo, en una época que se llama Edad Media (que son un montón de años que están en medio de otros… o algo así), época de caballeros, castillos y princesas, los hombres y los chicos tenían miedo y ese miedo tomaba forma de seres extraños, desconocidos y bestiales. Y eso era porque todavía no podían explicar algunas de las cosas que pasaban porque faltaban descubrimientos por descubrir y teorías que formular. Por eso, otros hombres más sabios y más viejitos contaban historias acerca de aquello que causaba tanto temor. Fue así que seres extraños, desconocidos y bestiales -esas cosas inexplicables que andaban causando miedo en la Edad Media- terminaron encerradas en un libro; así los hombres los tenían a mano y podían dejar de temerles. 
Todas esas bestias (dragones incendiarios y monstruos de seis cabezas, serpientes con bocas enormes capaces de tragar cuatro chicos de mi altura y espectros desmembrados más malos que el dolor de panza) que andaban sueltas en las noches de los que no podían dormir, resultaron atrapadas por las letras y los dibujos de ese libro que se llamó Bestiario. 
A mí también me dan miedo algunas cosas, las que no conozco o aquellas que no puedo entender. 
Me da miedo que el sol deje de iluminar, me da miedo que el agua deje de ser cristalina, me da miedo que el aire huela a humo, me da miedo que la tierra se vuelva tan dura tan dura que ya no se pueda sembrar y me da miedo que el fuego abrase los bosques, y los pájaros, las ardillas y los bichitos ya no tengan dónde vivir. Y no puedo entender que somos los hombres los que hacemos que esas cosas funcionen mal. Porque yo ya sé que si el sol, el agua, la tierra, el aire y el fuego no trabajan juntos, la tierra puede dejar de ser mi casa, nuestra casa, casa verde y segura con un rinconcito especial para todos. 
Y entonces se me ocurrió una idea: guardar esos bichitos que con mi papá encontramos mientras jugamos en el pasto, o los que aparecen cuando despabilamos la noche, para cuidarlos. Porque algunos parecen haber sufrido cambios, transformaciones por las que ya no son lo que eran. Mi papá sabe la verdad de esas transformaciones y me las cuenta. Por eso yo también pude armar un corral de palabras para esas bestias. Bah, bestias bestias ya no. Pequeñas bestezuelas que ahora se parecen a insectos o semillas y que duermen en mi Bestiarito para que los hombres no las lastimen. 
Si vos querés ayudame y dibujalos. 

Diente de León 

El Diente de León tiene un nombre que realmente asusta. Todos saben que el león tiene un hambre voraz y unos dientes que mamamía: destrozan, trituran, desgarran y desarman cualquier hueso por más grande y duro que sea. Es por eso que el Diente de León tiene mala fama y todos, solamente al mencionar su nombre, huyen y se esconden. No vaya a ser que el león ataque y coma a alguien, porque todo el mundo sabe que después del diente siempre pero siempre llega el león. 
Esta mala fama hizo que una pobre semilla atada a una esponjosa flor blanca se vea obligada a volar sola, sin poder tocar tierra firme, sin que nadie quiera tomarla para jugar con ella. Porque la semilla, frágil y voladora no sabe cómo decir en el campo que ella no viene con un león hambriento detrás, que solo es flor liviana. 
Es por eso que la semilla con ese vestido liviano tomó una decisión. Buscó un trabajo diferente. Estudió y estudió hasta que aprendió a cocinar las mejores tortas y a amasar el pan más tierno. Con su esfuerzo, el Diente de León se volvió panadero. Así logró que todos en el campo lo llamaran y quisieran jugar con él. 

Vaquita de San Antonio 

En el campo hay vacas marrones, negras, y blancas con manchas negras. Todas comparten la misma rutina: comen el pasto y miran, solo miran, pasar los autos o el tren detrás del alambrado. 
Pero hubo una vaca, mansa y rumiante, que estaba cansada de mirar siempre el mismo tren y los mismos autos. Sus ojos estaban cada vez más tristes y su cola se había aburrido de espantar las moscas. 
Esta Vaca se aburrió de su color uniforme y quiso parecerse a una flor que la miraba desde el suelo. La flor era rojo brillante y tenía en el centro unos botoncitos negros que a cada rato eran libados por abejas y mariposas. 
La Vaca, la del cuero blanco y negro, viendo el lindo color de la flor y cómo tantos bichitos venían a visitarla, se puso celosa y lloró. Su lágrima salpicó a la florcita, tanto que ella pensó que iba a llover a chaparrones. 
-¿Qué te pasa, Vaquita?- preguntó la flor tratando de consolarla, sobre todo porque si seguía llorando iba a ahogarla (las lágrimas de las vacas tristes son enormes y muy muy pesadas). 
-¿¡Qué qué me pasa!? ¿No me ves? Atrapada en ese cuero aburrido y sin poder ver más allá de donde se pierde la cola del tren. 
-Alcanza con soñar- afirmó la flor. 
-Para vos es fácil: sos linda, tenés un color divino y muchos animalitos te visitan y entre sus alas traen historias de lugares lejanos. 
-Alcanza con soñar- repitió la flor y dispuso sus hojitas verdes para que absorbieran los rayos del sol para fabricar su alimento. 
Y la Vaquita soñó. Y tanto soñó que una mañana vio que su cuero blanco y negro estaba rosado. A la mañana siguiente ya era todo rojo, brillante. Las otras vacas la miraron con un poco de extrañeza y mucho de envidia pero como estaban acostumbradas a rumiar, rumiaron su bronca y no dijeron nada. Volvieron a mirar el tren que se alejaba. 
La tercera mañana, la Vaquita sintió que sus patas se despegaban del suelo del campo y pronto se vio volando sobre el alambrado que la aprisionaba. 

Cola de zorro. 

El zorro es un animal de temer. Un poco por sus dientes pero sobre todo por su astucia. Su astucia tiene forma de broma en la que siempre, siempre él resulta ganador y uno queda perdido y solo, burlado y muerto de frío. 
Pero el zorro, además, tiene otra cosa por la que es famoso: su cola y es porque ella cada tanto logra volverse verde y abrojuda, así lo conocen los chicos en el campo. Más que los chicos, son las chicas las que se burlan del zorro y le sacan toda su astucia y bravura porque cuando sus colas se vuelven verdes y abrojudas, las chicas las despegan de los matorralitos donde han quedado pegadas por tanto abrojo (tanto que parecen formar parte de esas plantitas de las orillas de los alambrados) y fabrican con ellas canastas, flores, corazones y, las más habilidosas, animalitos y aljibes. Así, cada tanto, las colas de los zorros que pierden los pelos y, a veces, las mañas, pierden sus colas famosas para que manitos trabajadoras e ingeniosas fabriquen objetos que en una semana se secarán en los estantes. 
¡Pobre zorro! Su fama y su cola resultan transformados por algunas chicas que miran con cuidado en las orillas de los alambrados. 

Bicho canasto. 

No es mariposa, tampoco oruga. Nadie pero nadie sabe qué es. Solo un ovillo color gris que cuelga de las ramas de algunos árboles. 
Pero cuenta la historia que un día, cuando el sol apenas había salido, ese ovillo color gris –al que algunos habían llamado ‘bicho canasto’, no era bicho y ¡tampoco canasto! Era un globito, medio alargado -no redondo perfecto- que brotó desprolijamente con la forma que el aire le dio. Ese globito desparejo no es flor ni fruto; tampoco es un adorno muy lindo; es como un grano, una verruga que quiere parecerse –aunque no lo logra- a los globos brillantes, lisos y coloridos que se ponen en los árboles de Navidad pero que justamente crecen en los árboles que no pueden ser árboles de Navidad. Los árboles, de pura envidia, hicieron germinar esos globos pero que, por ser frutos de la envidia, no tienen color ni brillo. Sin embargo, dicen, aunque nosotros todavía no lo pudimos saber- que de algunos árboles arrepentidos, de esos globitos de Navidad escuálidos vieron salir hermosas mariposas. 

Bicho bolita 

Otra extraña especie que no está definida. Llamarlo ‘bicho’ es como decirle ‘cosa a la que no se la puede nombrar de otra manera y es rara’. Llamarlo ‘bolita’ es hacer una rápida descripción de la forma que inesperadamente toma ese bicho. 
Lo que sí se puede saber es que ese ‘bicho’ se parece –aunque en un tamaño menor- a un armadillo; y más pequeño todavía pero muy muy parecido a un caballero medieval. 
El bicho bolita es una especie de descendiente de aquel valiente hombre de armaduras relucientes y lanzas mortales que sabía andar en caballos veloces hace muchos, muchos años. En épocas de castillos, princesa y dragones; tiempos de encantamientos y guerras a pura flecha nomás. En esa época, los luchadores vestían trajes duros, acerados, verdaderas armas duras con las que protegían sus cuerpos. Hoy, este pobre bicho, que de algún lado pescó la noticia, sabe que para protegerse debe armarse como aquellos caballeros medievales. Eso sí, no sabe que, a veces, nosotros podemos usarlos de bolitas y disputar un partidito en el barro. 

Bicho colorado. 

Es increíble. Asombroso. Mágico. Es un ser -porque decirle bicho suena bastante irrespetuoso- que es la misma imagen de la contradicción. Lo definen con un color: el rojo, pero… es invisible. Me pregunto, ¿cómo pueden saber que es rojo si no lo ven? Lo que sí se ven -porque pica, arde y duele- son unas terribles ronchas que deja en la piel cuando ataca. 
Del bicho colorado se han dicho muchas cosas. Tantas que, no sé si por su condición de invisibilidad o por su fama de experto espadachín capaz de darte en el blanco cuando jugás en el pasto, lo han transformado en una auténtica leyenda horrorísima. Sí, porque el bicho colorado, dicen, es un asesino feroz: Ha matado a su mujer. Todos lo saben; los más atrevidos hasta lo cantan: “Con un cuchillito de punta alfiler…” Se ha dicho que se volvió invisible para esconderse de la cucaracha policía y que así oculta el rojo que no es otra cosa que la sangre derramada de la muerta. 
Pero mi papá me mostró dónde vive el bicho colorado: es un matorralcito de pequeñas flores blancas con un carnoso botón amarillo, diminutas margaritas. ¿Un asesino atroz como lo describen y que deja florecer tanto blanco a su alrededor? Tengo otra explicación: si es invisible es porque es tan pero tan tímido que se vuelve transparente para que nadie lo vea. ¿Colorado? Sí, porque todo le da vergüenza. La historia es la siguiente: La flor blanca lo amaba y él amaba a la flor blanca. Un día, muerto de vergüenza, se atrevió y la besó, a la flor le estalló un botón amarillo casi dorado entre los pétalos blancos en señal de ese gran amor. Pero el Bicho Colorado no pudo con su timidez y de tanto avergonzarse se hizo invisible. La flor blanca se entristeció y murió de pena, bah, perdió el perfume (que en una flor es como morir de pena). El Bicho Colorado que desde entonces, además de invisible se volvió un poco corto de vista, anda pinchando todo lo que encuentre a su paso mientras practica tiro al blanco con unas espaditas que le prestó Cupido para volver a enamorar y así revivir el pequeño corazón de la flor blanca. 
Ésa, dice mi papá es la verdad de la verdadera historia pero los que no creen que un hombre tímido pueda desaparecer de vergüenza al conjuro raro de las palabras de amor y que una flor pueda perder su aroma por sentirse abandonada, inventan una historia más sangrienta que deja mal parados a todos. 

Mariposas blancas. 

Sabido es que las mariposas blancas son las encarnaciones de las almas buenas. Y también es sabido que esas almas buenas vestidas de mariposas blancas andan siempre en bandada. Su vuelo es rápido, breve y, por momentos parecen planear, dejándose llevar por el aire tibio. Y así como las ves aparecer apenas sombreando el cielo, se van confundidas en los algodonosos desgarros de las nubes bajas. 
Cuenta la historia que las almas buenas transformadas en mariposas blancas se habían perdido en la ciudad. Algunas se chocaban contra los parabrisas de los autos; otras, se quemaban en los focos de las calles. Pocas, terminaban atrapadas en telas de araña de las terrazas y muchas teñidas de negro por el humo y el smog de la ciudad. 
Así, las almas buenas empezaron a ensombrecerse. Si las alas terminaron llenas de hollín; las almas se cargaban de rencor y si las almas estaban rencorosas podían germinar todos los otros malos sentimientos: Crecía la envidia, la indiferencia, la avaricia. Pero sobre todo crecía y no dejaba de crecer la tristeza. Porque la tristeza crece con los malos sentimientos y los malos sentimientos se agigantan con la tristeza. Y así, la ciudad se vio de pronto invadida por una tristeza descomunal: caras arrugadas, ceños fruncidos, ojos semicerrados, mirada sin brillo. Las mariposas blancas eran ahora negras. Negras como la noche sin estrellas; negras como la tristeza y la pena juntas. Entonces, las mariposas, antes almitas buenas, se volvieron almas en pena. 
Pero algún mago, de esos que nunca faltan aunque la ciudad esté poblada de gente triste -tal vez una mamá cantando una canción de cuna; una maestra enseñando el sonido de las letras; un poeta; un enamorado; un grillo músico; el rechinar de la hamaca de la plaza o un vientito anunciador de la primavera- limpió de una vez las alas sucias de hollín y las almas cargadas de pena volvieron a ser blancas, trémulas y buenas. Pero las almas aprendieron la lección y las mariposas blancas ya no andan tranquilamente volando en la ciudad. Ahora se cuidan, no quieren que otra vez, el hollín y la tristeza las tiñan. 
Por eso, ahora, las mariposas blancas aparecen sorpresivamente, sacudiendo el aire de la primavera y se van, volando, mezclándose en los retazos de las nubes bajas.

Valeria Badano

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